Por educación y cultura siempre se consideró una virtud ser una persona perfeccionista. Porque se entiende que es una persona que no se conforma con hacer las cosas bien. Sino que además busca que estén perfectas. Eso antes era algo bueno.
Después empezamos a descubrir el lado oscuro del perfeccionismo. A entender, aunque el resultado puede ser digno de admiración, internamente implica un trabajo muy sacrificado. Una sensación constante de insatisfacción. Pues para el que lo desarrolla nunca está perfecto.
Ahí fue cuando nos dimos cuenta de que el perfeccionismo no era tan bueno como parecía. Que realmente es una trampa del ego. Nace del miedo al fracaso y alberga una gran necesidad de reconocimiento por parte de su entorno. En realidad, el perfeccionismo bloquea, paraliza y retrasa.
Al descubrir todo esto el perfeccionismo empieza a ser criticado y desterrado como virtud. En su lugar aparece una hermosa rival, la excelencia. Tan elegante y fina que a todos nos enamora.
La excelencia parece la alternativa ideal para seguir haciendo bien las cosas sin la necesidad de matarse para conseguirlo. Además, poder ser admirado por nuestro entorno. Eso está genial, porque dicen que la excelencia es el arte de dar siempre lo mejor de ti y hacer las cosas lo mejor que puedas. Pero sin exigencias ni autocríticas. Sin embargo, quisiera yo saber, si debajo de esta hermosa dama llamada «excelencia» no está escondido el astuto perfeccionismo.
¿No será el mismo perfeccionismo de antes que viene disfrazado de excelencia? ¿Será la excelencia la excusa de los perfeccionistas para seguir mejorando lo que no aceptan de sí mismos? ¿Puede ser la excelencia un invento de los que no se valoran (o no nos valoramos) para seguir buscando afuera lo que no se dan (o no nos damos) interiormente?
¿Por qué digo todo esto?
Porque ambos conceptos, tanto el perfeccionismo como la excelencia parten de una base común que es la creencia de que somos imperfectos, de que nos equivocamos y cometemos errores, por eso creemos que debemos trabajar, estudiar, crecer y esforzarnos para ser una mejor versión de nosotros mismos. Pero resulta que, si busco ser mejor o diferente, estoy juzgando, criticando y rechazando una parte de mí. Si hago eso ya no me estoy queriendo ni respetando. Y si yo no me quiero aparecerá un vacío en mi interior y para no sentirlo saldré afuera a buscar a alguien que me quiera, me valore y me reconozca. Por eso creo que esa es la misma trampa que podría estar debajo de la excelencia, porque si persigo la excelencia para crecer, no estoy valorando lo que ya soy y lo que ya tengo.
Pero no me creas (como dicen los expertos, jaja), este artículo es una forma de pensar en voz alta, es una hipótesis personal que me ayuda a plantearme los paradigmas de la sociedad y sobre todo a observarme para conocerme mejor y quererme más. Si tú eres un defensor de la excelencia y también quieres observarte pregúntate
¿Para qué deseo ser excelente y sobre todo para quién?
Está demostrado que el perfeccionismo busca siempre agradar a los demás, ¿y quién dice que la excelencia no?
Para terminar, creo que en lo imperfecto está la perfección, y eso no es conformismo ni apología de lo mediocre, sino entender que hay mucho más que no vemos, que todo tiene una razón de ser y que si dejáramos de juzgarnos podríamos disfrutar más de lo que tenemos y ser felices con lo que somos.